Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

27 de enero de 2018

EL SANTO DE LA VERDAD

Para construir el "edificio" lógico y exigente de la doctrina cristiana es necesario volver siempre a Santo Tomás de Aquino 

Muchos naufragios en la fe y en la vida consagrada, pasados y recientes, 
y muchas situaciones actuales de angustia y perplejidad, 
tienen en su origen una crisis de naturaleza filosófica.
Es necesario cuidar con extrema seriedad la propia formación cultural. 
El Concilio Vaticano II ha insistido en la necesidad 
de tener siempre a Santo Tomás de Aquino como maestro y doctor,
 porque sòlo a la luz y sobre la base de la «filosofía perenne», 
se puede construir el edificio tan lógico y exigente de la doctrina cristiana”.

San Juan Pablo II, a los sacerdotes y religiosas de la parroquia San Pio V (28 de octubre de 1979).


 Tomás de Aquino,
el Santo de la Verdad

Mons. Adolfo S. Tortolo V.O.T.

Artículo publicado en la revista Mikael
(Paraná, Entre Rios)  (1974)


I. LA SANTIDAD

Quizá ninguna palabra sea tan privativa de Dios como la palabra Santidad. "Yo soy Santo; solo Dios es Santo", no son expresiones de un simple atributo. La Santidad de Dios es mucho mas. Es ei medio vital en que vive Dios necesariamente, penetra toda su realidad ad intra y toda su acción ad extra. Es el halo del misterio que lo separa de todo. Pero es también lo absolutamente suyo.

Todas las culturas han reconocido y reconocen la preeminencia del valor Santidad, y consienten en que el santo es superior al héroe, al sabio y al genio. El mismo sentido popular cuando quiere exaltar la bondad de alguien lo expresa todo diciendo: es un santo.

 Pero ¿en qué consiste la Santidad? Santo To­más de Aquino -cuya Santidad quisiéramos en­trever- nos señala dos elementos esenciales en la Santidad de Dios; negativo uno y positivo el otro. La Santidad exige inmunidad de pecado y absolu­ta adhesión a Dios o unión con Él. Es decir: adhe­sión total a Sí mismo.

Dios y el pecado metafísicamente se rechazan y se oponen. En Dios no hay pecado ni tiniebla alguna. Vive en un océano de pureza inmaculada y en un abismo de luz incorruptible. Se extasía contemplan­do su límpida pureza. Ésta contemplación eterna, siempre en acto, lo embebe en la unión fruitiva del amor a Sí mismo. En esto consiste la Santidad de Dios.

Su vida ad intra y su acción ad extra son santas, porque surgen de la Fuente misma de toda Santidad. Una breve frase expresa bella­mente esta incuestionable realidad cuando afirma: “Dios santifica todo lo que toca”.

Esta substancial Santidad de Dios se nos hizo visible y comunica­ble en Cristo. “El Santo que de ti nacerá”… en el anuncio del Ángel marca el carácter específico y sagrado de quien nacería de la “llena de gracia”. Desde ese instante, Cristo Jesús, prototipo de toda Santidad, viene al mundo “lleno de gracia y de verdad”, y “de su plenitud todos recibimos”.

Gracia y Santidad se confunden entre sí. Por eso Cristo al comuni­carnos su gracia nos santifica, al santificarnos nos transforma en Él, al transformarnos en Él nos diviniza. Nos introduce en la plenitud de vida que es Dios.

Ser santo entraña aversión -odio es mejor-, pero aversión irre­conciliable con el mal y una adhesión total al bien. Ser santo equivale a vivir en el orden en que vive Dios y al modo de Dios. Ser santo es elegir a Dios y mantener inmutable esta elección, aun a costa de la vi­da. Ser santo significa estar en Dios; –inesse in Deo– en grado sumo hasta lograr la fusión más plena en Él. Ser santo, dentro de la mística paulina, es ser Cristo de algún modo.

Pero al mismo tiempo ser santo es responder a una incuestionable exigencia de Dios ab aeterno: “Sed santos porque Yo soy Santo”.

Todo santo lo es en la medida en que participa de la Santidad de Dios y encarna en sí aquellos elementos esenciales: inmunidad de pe­cado e inquebrantable o absoluta unión con Dios. En este maravilloso proceso, en que Dios y el hombre se adunan, hay constantes: la verdad, el amor, la gracia. La primacía la tiene el amor.

Hay también variantes: cada hombre, su libertad personal, su co­yuntura histórica.

Interviene Dios con su plan concreto sobre cada ser humano, así como sobre toda la humanidad. La irrepetibilidad de los hombres nos advierte la irrepetibilidad de los santos. Cada hombre es un mundo nue­vo; pero el santo lo es muchísimo más. La naturaleza configura distinto a cada rostro. Los rostros de la gracia son más distintos todavía.

Cada santo es una imagen viva de Cristo, gestada desde la pro­fundidad de la gracia y proyectada hacia afuera con el misterio de una misión personal volcada en su corazón y puesta sobre sus hombros.

Esta singularidad de cada santo puede ser llamada forma personal de Santidad. A la pregunta en qué consistió la Santidad de San Fran­cisco de Asís o de Santo Tomás de Aquino, contestamos con la mirada puesta en ese rostro singular que forjó la gracia en Francisco de Asís o en Tomás de Aquino.

II. LA SANTIDAD DE SANTO TOMÁS DE AQUINO

¿En qué consistió la Santidad de Tomás de Aquino? A esta pregun­ta sólo se puede responder de un modo aproximativo. Podríamos decir genéricamente que Santo Tomás de Aquino vivió en el amor a la ver­dad, la verdad del amor.

Vivió innegablemente el amor a la Verdad como misterio propio y como vocación personal, sin otro interés ni otro compromiso que ella misma. Por eso. la hizo conocer y la hizo amar. La intensa y fuerte luz de la Verdad proyectó la totalidad de Tomás de Aquino hacia el Bien, al que se unió identificándose con él como objeto de su amor.
El fue con Dios el co-actor de su proceso personal, sin división, sin fisura, sin interrupción, proceso de múltiples exigencias: a mayor ver­dad mayor amor. A mayor amor mayor verdad.

Pero en último análisis Verdad y Amor son Dios mismo, conocido y amado. Por eso su sed de Verdad y de Amor fue infinita. Con esa Verdad y ese Amor comenzó a vivir, animando la realización de su per­sonalidad con el vigor de ambos. Marcó su vida con el estilo espiritual de los perfectos y selló en ese mismo estilo sus obras todas.

Volvamos, pues, a la pregunta inicial: ¿en qué consistió la Santidad de Tomás de Aquino?. El testimonio unánime de sus coetáneos afirma que desconoció la culpa. Poco o nada el pecado tuvo que ver con él, no por falta de pasiones o de estímulos, sino por un precoz ordena­miento de valores.

La gracia necesita de la naturaleza. Y cuanto mejor es la naturale­za mejor será la alianza de las dos y mejores serán sus frutos.

La culpa, y sobre todo la culpa repetida, tara al hombre; lo corrom­pe. En estos casos, asaz frecuentes, la gracia debe agotar su propia vir­tud curando heridas, purificando zonas de la conciencia, borrando há­bitos, disponiendo el corazón del hombre a convivir con Dios. En el drama de los convertidos hay mucho de esto.

En cambio cuando el orden sobrenatural ancla en el niño, cuando sus potencias vírgenes se dejan instrumentar por la gracia, cuando la gracia y la naturaleza tempranamente se alían de un modo total y es­table, en cierto modo se suprimen los contrarios y se le restituye al al­ma la justicia e integridad originales.

La historia de la Santidad nos presenta con relieves muy fuertes y personales a dos santos que han vivido así desde la mañana de su vida: Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Sales.

Ambos se entregaron a Dios entendiendo que esta entrega sólo podía ser absoluta e incondicional. Ambos padecieron al iniciar la ju­ventud una prueba crucial. La magnitud de esta victoria les ahorró to­da lucha futura. Radicados en una pureza angelical, vivieron la “familiaritas divina” con la ingenua espontaneidad del niño pequeño que se mueve y vive en el palacio de su padre. 

Ambos mantuvieron un ma­ravilloso equilibrio psicosomático. Ambos poseyeron de un modo emi­nente el don de la paz interior y pudieron comunicarlo en abundancia. Ambos personificaron una vida mística, tempranamente unitiva, más allá de los fenómenos místicos. Ambos lo vivieron a Cristo internamen­te con tal intensidad que ellos mismos se convirtieron en imágenes vi­vas del Señor; en Cristos redivivos.

III. SANTO TOMÁS Y LA VERDAD

El hombre está hecho para la verdad y para el bien. En escala as­cendente, está hecho para la Verdad absoluta y para el Bien supremo. Verdad y Bien que es Dios.

Pero Dios no suprime el ascenso y el esfuerzo en la búsqueda de la verdad natural. Al contrario, los afirma. Todo el universo nació de Él, y en grados distintos lo hace visible la creación entera.

Tomás de Aquino busca la verdad por sí misma, sin compromiso intelectual alguno. Su mente y su libertad interior son de un rarísimo metal humano. Aprendió a preguntarse por el ser de las cosas: ¿qué es esto? para pasar de inmediato a la pregunta: ¿para qué es esto? La verdad del ser y la verdad del fin. Y el fin determina necesariamente en orden. Orden de ideas, orden de principios, orden de vida, orden de conducta.

Desde este simple punto de vista él puede remontarse -y se re­monta- hasta el mismo corazón de Dios. El itinerario de su mente pa­ra subir a lo alto o para descender a lo más profundo está definitiva­mente trazado y sus trazos son seguros.

La cosmovisión, como la antropovisión, le son claras y perfectas. La luz y el orden de la Redención les dan un nuevo sentido, un sen­tido superior: el sentido teocéntrico. Dios, Principio y Fin de todo el universo.

Cuando San Ignacio de Loyola escriba su Principio y Fundamento no hará otra cosa que repetir un principio metafísico entrañado en toda la teología del Angélico. Los modernos llaman a Santo Tomás “el ge­nio del orden”. Pero más que genio debiera llamarse el santo del or­den esencial; orden que parte de la verdad y se estructura en la fina­lidad de todo y de todos.

La verdad, aprehendida por el hombre, concebida en su mente, no acaba con ser imagen de la cosa conocida y su adecuación intelectual. La verdad exige una respuesta. Pero cuando la verdad aprehendida es Dios, Dios irrumpe en la mente humana como luz y la respuesta que pide es la aceptación total de Sí mismo. Es indudable que las conse­cuencias de esta aceptación tienen un carácter absoluto para el hombre.

El miedo a la verdad es el miedo a la claridad de sus exigencias. El amor a la verdad, la fidelidad a la verdad, revelan de un modo cla­ro y terminante el valor del hombre. El miedo, el desvalor.

Qué raras son en la historia personalidades tan firmemente adhe­ridas a la verdad como lo es Santo Tomás de Aquino. Vive la verdad, la realiza, la transmite. Este servicio fue para él un jugarse entero, ca­si siempre solo.

Aunque de paso, cabe señalar aquí el rico y fuerte contenido de algunas frases bíblicas, dirigidas no sólo al orden de la fe, sino tam­bién al orden simplemente humano: amar la verdad, hacer la verdad, transmitir la verdad, santificarse en la verdad. Estas expresiones y su contenido fueron el pan cotidiano del Angélico.

Santo Tomás de Aquino se desposó íntegramente con la Verdad. Se fusionó con ella. Fue más feliz y afortunado que San Francisco de Asís, quien desposado con la pobreza -su amada temporal- debió cambiarla en el umbral del cielo por la opulencia divina. Santo Tomás, en cambio, se desposó con la Verdad y “la verdad del Señor perma­nece eternamente”. En este desposorio se cumplió para el Angélico el apotegma agustiniano: el hombre es lo que el hombre ama. “Amas cie­lo, eres cielo. Amas Verdad, eres Verdad”.

La verdad tiene sus propiedades, sus calidades propias. La verdad transforma en ella porque transfunde sus propias calidades. La verdad es eterna, es inconmovible, es imperturbable, es pacífica, es fecunda. Es incorruptible y fiel, es inalterable. En qué forma extraordinaria se percibe la proyección de la Verdad —vivida y convertida en alma pro­pia— cuando se recuerda que el Verbo de Dios, hecho carne, se defi­nió a Sí mismo al decir: “Yo soy la Verdad”. En última instancia sobre este módulo divino dejó correr el Angélico su pasión por la verdad.

Santo Tomás operó preferentemente en el ámbito de la Verdad re­velada, de la que fue heraldo y maestro. La verdad revelada le devol­vió la llama serena de su fuego con la luz y el sabor sobrenatural de la contemplación. La Verdad revelada hizo de él uno de los más emi­nentes contemplativos. La nostalgia del cielo, la nostalgia de la Trinidad, como herida en el alma, lo acompañó siempre.

IV. SANTO TOMÁS Y LA VIDA CONTEMPLATIVA

La madurez espiritual suele manifestarse por la unidad interior, traducida en la unificación de las potencias. Por un mismo acto se en­tiende y se ama.

La vida moral de Santo Tomás, su virtud, la heroicidad de sus vir­tudes, es un libro escrito para el cielo. Los testimonios recogidos en el proceso de canonización aseguran la verdadera santidad de este “teó­logo de Dios”. La ven desde la cumbre, desde su santidad lograda. Desde allí desaparecen los detalles.

La piedra de toque es el amor, es la caridad. Los testimonios sobre la heroicidad de sus virtudes son unánimes pero poco explícitos, si se exceptúa el testimonio de su ferviente piedad eucarística, señalada con­cretamente por todos. Pero están sus obras, de las que emerge su ex­traordinaria personalidad de santo, inmerso siempre en una constante vida teologal.

Afirmamos un primer presupuesto. Santo Tomás -el hombre de la Verdad- vivió lo que escribió. Y lo vivió desde el lado de Dios, experimentalmente.

Su vida teologal se caracteriza por la primacía de la contempla­ción y, como consecuencia de ella, su nostalgia por el cielo.

Quien afirma que su misión propia, su vocación, consiste en trans­mitir a los otros las riquezas de las cosas contempladas, “contemplata aliis tradere“, debe ser estudiado desde aquí: el hombre que ve a Dios y que padece a Dios. La “visio Dei viventis et videntis” crea en el alma un supersentido: el sentido de Dios. Sentido que sólo Dios puede co­municar al hombre como signo del soberano amor con que Dios ama. Quien recibe este sentido queda santificado, queda endiosado.

Contemplar es entrar en las profundidades de Dios, en el abismo de su luz, no ya por el impulso de la mente, sino por la atracción del amor.

A la fórmula de Santo Tomás: “simplex intuitus veritatis” añade uno de sus mayores discípulos: “sub influxu amoris” (Juan de Santo Tomás). La Fe sola no contempla. Contempla el Amor operante bajo la dulce presión del Espíritu Santo.

La contemplación es toda una trama viva de Fe y de Amor. Es obra de Dios que se ofrece a Sí mismo como Don divino para ser saboreado, para ser gustado.

Desde el lado de Dios todo es simple, todo está dado, todo está a disposición del alma para su fruición y su gozo. Desde el lado del hombre todo suele ser complejo y arduo. Las disposiciones interiores del alma -positivas o negativas- ejercen marcado influjo.

En Santo Tomás de Aquino se dieron disposiciones positivas en grado sumo. Hasta sus ancestrales estirpes contribuyeron a su calidad contemplativa. Su amor a la verdad, su sentido del orden, su vida in­telectual, su acendrado espíritu de oración, su amor al silencio, dieron ese toque esencial que dispone plenamente al “pati divina”.

Consciente de que lo natural y lo sobrenatural no se yuxtaponen, sino que deben insertarse vitalmente en la unidad, logró esa plenitud humano-divina semejante a la vida teándrica del Señor.

Comenzó a vivir aquello que él mismo llamaría en una síntesis poderosamente densa “la gracia de las virtudes y de los dones”, abrién­dose él mismo a las exigencias de la Fe, del Amor y del Espíritu Santo, y dándose luego todo él mediante esa entrega que en los místicos to­ma el nombre de pasividad.

El mismo Dios es quien exige esta pasividad para realizar su obra, para penetrar todo en toda el alma y ser Él conductor omnímodo de ella. La divinización del alma, meta de la vida sobrenatural y de la acción propia de Dios exige este ilapso de Dios en el hombre, este toque de “substancia a substancia” (S. Juan de la Cruz). De este modo, transformado en Dios, participa el hombre no sólo de la naturaleza divina, sino también hasta de las operaciones más arcanas de Dios. No en vano el hombre es por gracia lo que Dios es por naturaleza (S. Juan de la Cruz).

En Santo Tomás esta transformación divinizante ocurrió en la ma­ñana de su vida, pura el alma, totalmente disponible a la acción de Dios. De ese haz de misterios contenidos en “la gracia de las virtudes y de los dones” surgió su vida mística. Por obra de esta gracia fue par­ticipando en el vivir y en el obrar de Dios, y sobrepasado el cerco de la luz inaccesible, entró en consorcio con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, y comenzó con Ellos el “sacrum convivium“, incoado in via, consumado in patria.

Su vida mística fue la de los perfectos casi ab initio. No necesitó de las noches obscuras para purificar y afirmar sus virtudes teologales. Tampoco se dieron en él los fenómenos místicos provocados por un incipiente e imperfecto modo de convivir con Dios. Su adaptación a lo divino tuvo mucho de connatural. Su experiencia mística nos re­cuerda la de María Santísima: sin asombros, sin violencias, sin éxtasis.

Es indudable que esa rara conjunción de lo humano y de lo divi­no, de lo natural y de lo sobrenatural que se dio en él, hizo de Santo Tomás uno de los prototipos de vida mística más acabados y de ma­yor relieve.

La contemplación no es sólo la suprema actividad del alma, sino también la más propia del hombre y la más deleitable -“operatio homini maxime proxima et delectabilis“. Y subraya el Santo: “a la contemplación como a su propio fin se ordena toda operación humana”.

La contemplación es experiencia íntima de Dios por vía de amor. Tiende a la mutua inserción entre el Dios contemplado y el alma contemplante. La Fe se proyecta en luz y en verdad -una cuasi visión- y el Amor en unión que hace de Dios y del hombre un sólo espíritu.

De esta manera la contemplación deja de ser un acto y se con­vierte en una forma de vida. Por esto mismo Santo Tomás no se con­tenta con atisbos de contemplación: tiende a su plenitud como el niño a su condición de adulto.

Es un principio clave en su vida el principio que categóricamente establece para la actividad apostólica: sólo es válida aquella que deriva de la plenitud de la contemplación.

Su vida activa fue su magisterio. Vivió lo que enseñó. De este modo toda su teología fue oración, fue conversación con Dios, fue con­templación de Dios. La Trinidad, Jesucristo, la Eucaristía, la Gracia son temas que fluyen de él con esa sobria unción de lo auténticamente sa­grado. Temas gustados gracias a la sobrenatural Sabiduría que colmó su espíritu.

Los santos suelen tener un vocabulario propio, y un propio hori­zonte espiritual. Se cumple en ellos la afirmación del mismo Jesús: “de la abundancia del corazón hablan los labios”. Los santos hablan de lo que sienten, de lo que viven. La insistencia en ciertos vocablos descu­bre un profundo filón del clima espiritual que están viviendo. Así ocu­rrió en Santo Tomás. En todos sus textos abundan estos substantivos, o sus correspondientes verbos o adjetivos; citados al azar: fruitio, gaudium, desiderium, pax, patria, lumen, beatitudo, visio, felicitas.

Son substantivos que él vive, y de cuya substancia nutre su espí­ritu. Vocablos que le son familiares por la riqueza mística común a los perfectos.

No suya, pero sí de su tiempo y de su Escuela, y que él hizo su­ya, es esta afirmación que contiene todo el misterio de la vida espiri­tual: “adhaerere Deo et eo frui“. La vivió con intensidad insospechada. Este “frui” ubicado en el mismo nivel que el “adhaerere” tiene una fuerza y un valor universal.

Una de sus oraciones termina con un final descriptivo que nos ha­ce pregustar el cielo: “Et precor Te, ut ad illud ineffabile convivium me perducere digneris, ubi Tu cum Filio tuo et Spiritu Sancto, Sanctis tuis es lux vera, satietas plena, gaudium sempiternum, iucunditas consummata, et felicitas perfecta“.

V. LA NOSTALGIA DEL CIELO

Su nostalgia del cielo fue nostalgia de Dios, ya que el cielo es Dios. Esta nostalgia se dio en él —volvemos a compararlo con la Ma­dre de Dios— al modo como se dio en María Santísima.

Su nostalgia no es febril, inquieta, o angustiante. Su corazón no late ni ansioso, ni impaciente.

Ciertamente tiene sed de Dios: “…quod tam sitio“. Pero es la sed metafísica del Bien total y sumo. Se asemeja más a “la llama de amor viva que tiernamente hiere” de San Juan de la Cruz que al “mue­ro porque no muero” de Santa Teresa.

Sabe que la gloria ha comenzado en él. La inchoatio gloriae no es el punto geométrico que da comienzo a una línea. Es la posesión frui­tiva de Dios, ya y ahora, y que avanza como la luz del día al iniciarse el alba.

Su espíritu está colmado con la luz y la presencia de Aquél a quien ama desde lo más profundo de su ser. Su alma está en paz y goza en la posesión de su Bien que lo sacia plenamente, aun cuando pide más de Dios.

Espera en quietud imperturbable la próxima, la inminente reve­lación de Dios. Quiere verlo, desea verlo porque lo ama. Y “el amor no se contenta sino con la presencia”. Pero quiere verlo cuando Él lo quiera.

En su nostalgia de Dios no está ansioso, pero acelera su paso a medida que su amor crece. Siente en carne propia aquel principio que él mismo expusiera tantas veces: “El movimiento es más rápido cuanto más se acerca al fin”. “Motus in fine velocior“.
Su nostalgia del cielo no es tedio ni cansancio, no es evasión ni angustia, no es egoísmo ni refugio. Es la ley del retorno. Es volver al punto de partida, al modo como el Hijo y el Espíritu Santo incesante­mente retornan al seno del Padre.

Una de sus expresiones más sublimes, y que nos ofrece como apertura de su propia intimidad espiritual, es la contenida en este himno: “Trina Deitas… per tuas semitas duc nos, quo tendimus, ad lucem quam inhabitas”. Entre tanto espera con esperanza teologal.

Cada Santo tiene sus preferencias o sus afinidades con el mundo sobrenatural. No sabremos hasta la eternidad cuál fue la suya. Sin em­bargo su recurso tan frecuente a la visión beatífica -no como punto final de una lucha, de un drama y ni siquiera de un destierro- sino como término de la ley de gravedad espiritual, como invitación a la contemplación facial de Dios, su familiar amistad con los Ángeles y los Santos, nos sugieren una profunda afinidad con el mundo de la gloria. Una dulce y constante presión lo impulsa hacia la visión facial de Dios.

Es que su corazón ya era el cielo.

SÍNTESIS FINAL

Es cierto que la piedad popular no venera mucho a Santo Tomás de Aquino, y puede ser cierto que los teólogos no lo invoquen, pero la Divina Providencia añadiéndole el nombre de Angélico, a la par del propio, consagraba a un Arquetipo irrepetible. Y Arquetipo irrepetible por esa insólita fusión de sabio, genio y santo.

Existe una oración suya, llamada oración de oro, que diariamente recitaba ante el Santísimo Sacramento, en la que la psicología, la as­cética y la mística componen la trama de un verdadero tisú espiritual. De ella fray Luis de Granada hizo esta preciosa traducción:

“Oh mi fino y amante buen Jesús, verdadero Dios escondido en este Sacramento, dígnate despachar favorablemente mis ardientes sú­plicas.
Tu beneplácito sea mi placer, mi pasión, mi amor. Concédeme que lo busque sin descanso, lo halle sin tardanza, lo cumpla con amor. Muéstrame tus caminos, enséñame tus sendas y dame a conocer hasta la definitiva salvación de mi alma los designios que sobre mí tiene tu amantísimo Corazón”.



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