Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

31 de julio de 2016

POLONIA "SEMPER FIDELIS"

ALABADO SEA EL SANTÍSIMO SACRAMENTO DEL ALTAR





La adoración eucarística en el Campus Misericordiae del Parque Jordan en Cracovia, el sábado 30 de julio, en la Vigilia nocturna de la Jornada Mundial de la Juventud 2016, presidida por el Papa Francisco, ha sido memorable.

Un inmenso silencio de más de 1.600.000 jóvenes de todo el mundo, iluminando la noche con sus cirios. 

Y destaca el digno e impresionante Sagrario colocado magistralmente en la imagen del Jesús Misericordioso de Santa Faustina. 

Con el canto piadoso del "Tantum Ergo" por un impecable coro de 700 voces juveniles, con orquesta. 

Polonia, "semper fidelis"...








Visita al Santísimo Sacramento


Permíteme, Señor, que aquí postrado,
consciente de mi nada en tu presencia,
y aún temiendo pecar de irreverencia
me atreva al alto honor de acompañaros.


Yo sé que no soy digno de miraros,
Mas, fiado en tu amor y en tu clemencia,
se apacigua el clamor de mi conciencia
y me inunda la calma al contemplaros.


En el mundo, Señor por olvidaros,
es todo confusión y algarabía
que me inquietan de modo extraordinario.


Por eso, mi Señor vengo a rogaros,
que le dejes gozar al alma mía,
del remanso de paz de tu Sagrario.


24 de julio de 2016

LA MYRÓFORA

SANTA MARÍA MAGDALENA, 

modelo de penitente


Por muchos siglos en la Iglesia hubo una tradición muy arraigada que identificaba a María de Magdala con la mujer que unge con perfumes los pies de Jesús. Y la Liturgia enseñaba la importancia de la penitencia en el camino de la misericordia divina.

En este Año Jubilar de la Misericordia es bueno recordar la figura de la mujer arrepentida.

En la tradición oriental a las mujeres que el Evangelio nos presenta llevando perfumes y ungüentos se las llama "myróforas"

Este día se leía la lectura evangélica  (Lc.7, 35-50) donde se narra el episodio de la mujer que unge con perfumes los pies de Jesús y los enjuga con sus cabellos antes de su llegada a Jerusalén.

Dos breves reflexiones de dos Doctores de la Iglesia sobre este episodio bíblico:     


“Así como después de un crudo invierno, aparece la calma de la primavera, así después de la efusión de lágrimas, aparece la tranquilidad y termina la tristeza que ocasionan las culpas. Y así como por medio del agua y del espíritu nos purificamos, así también por medio de las lágrimas y de la confesión. Por esto sigue: "Por lo cual le dijo: que perdonados le son muchos pecados, porque amó mucho". 
                                  SAN JUAN CRISOSTOMO

“Con los ojos había apetecido las cosas de la tierra, pero ahora lloraba con los mismos en señal de penitencia. Con sus cabellos, que antes había adornado para engalanar su rostro, ahora enjugaba las lágrimas. Por lo que sigue: "Y los enjugaba con los cabellos de su cabeza". Con la boca había hablado palabras de vanidad, pero ahora, besando los pies del Señor, consagra sus labios a besar sus plantas. Por esto sigue: "Y le besaba los pies". Había usado los perfumes para dar buen olor a su cuerpo, pero esto, que hasta aquí había empleado en la inmodestia, lo ofrecía ahora al Señor de una manera laudable. Por lo que sigue: "Y los ungía con el ungüento". Todo lo que había tenido para su propia complacencia ahora lo ofrece en holocausto. Todos sus crímenes los convirtió en otras tantas virtudes, para consagrarse exclusivamente al Señor por medio de la penitencia, tanto como se había separado de El por la culpa” 
                                   SAN GREGORIO MAGNO






Altar  lateral de la Misericordia Divina en la Basílica porteña del Espíritu Santo, con el Sagrado Corazón de Jesús y dos grandes penitentes: San Agustín, obispo y Santa María Magdalena, con su frasco de perfumes y ungüentos (la myrófora).

15 de julio de 2016

EL MISTERIO SE PERCIBE A MEDIA LUZ


“Visibile ad invisibile ordinetur eique subordinetur”
("Lo visible ordenado y subordinado a lo invisible)
(Sacrosanctum Concilium, 2).

El suave susurro, el manso y sereno silbo del Misterio, fue ahogado por la estridencia de lo que se nos había tornado una obsesión: explicarlo todo...


 “Hay cosas que sólo se perciben a media luz”.

La frase pertenece a una de esas novelas intensas del inmenso Tolstoi: Resurrección. Aunque cabe decir, sin riesgo a estar exagerando, que la máxima resuena como un pedal de fondo de la Literatura occidental completa. Cambiándole apenas una o dos palabras, puede estar en boca del Zorro del Principito, del Padre Brown de Chesterton, de algún cura borracho de Graham Green, en un poema de Dante, Rilke o Claudel
.
La penumbra, el entrevelamiento, no sólo como clima o atmósfera, sino también como una táctica cognitiva para acceder a ciertas realidades a las que ni la nocturna oscuridad, ni la estridencia cenital favorecen.
¿A qué me refiero con “ciertas” realidades?

A todo aquello que es más de lo que es.

Es decir, que cuenta con un frente y un fondo; cálido y frondoso traspatio al que no se accede más que desde el prolijo frente.
Claro, en verdad de todo lo real podemos decir que cuenta con forma y figura hasta la sepultura... pero hay cosas y cosas. O mejorado: hay traspatios y traspatios.

Fácil es sospechar las razones por las que la oscuridad entorpece el acceso. Pero, ¿qué daño puede infligirle el mezzogiorno? Titila el cursor mientras me debato entre dar la fatigosa explicación filosófica o decirlo en sombras... Tal vez de entre las cosas que sólo se perciben a media luz esté la misma explicación de que hayan cosas que sólo se perciben a media luz...

Pues digamos entonces tan sólo que la luz meridiana, esa de la hora sin sombras, desluce por completo el encanto del traspatio en juego.
Un niño soplando un panadero; un anciano absorto en sus propias manos, hamacándose al crepúsculo; el asombro ante un regalo inmerecido; un potrillo en la punta de un cerro mirando quedo el planeo de aguiluchos; el aroma a tierra mojada y el dominó de recuerdos que destraba; la henchida gota de lluvia colgada del alambrado; el extraño silencio previo a una nevada... son más que eso. Y a ese “más” sólo se accede a media luz. O mejor, ese “más” sólo esplende a trasluz.

Bien. Y yo proclamo, sin más preámbulos: el Cristo viviente, Señor y Dios nuestro, presente y presenciable en medio de nosotros, es una de esas “cosas” que sólo lucen a media luz.

Pero retrocedamos algunos casilleros para tomar envión desde el terreno firme de las rocosas verdades teológicas.

Dios, Realidad infinita, ha resuelto darse a conocer. Y no parcialmente sino del todo. Todo Dios cognoscible en la Carne de Uno de la Trinidad.

Este desafío divino no es menor. ¿Cómo hacer para que este Universal concreto, Infinito preciso, sea “entregable” de un modo completo y cabal a la percepción del diminuto microbio humano? Para san Juan Damasceno, por ejemplo, no hay milagro más grande que éste. Y dirá, hablando de la deslumbrante Transfiguración en el Tabor, que ese episodio es de algún modo el intervalo, la escueta interrupción del auténtico milagro, que es el del resto de la vida oculta y pública de Cristo: el milagro continuo de lograr conservar en serena opacidad el indomable refulgir de su flamígera condición divina.

Y Dios, en su asombroso ingenio, le puso nombre a este milagro continuo: se llamará Misterio.

¿Qué es el Misterio? No es lo recóndito, lo inaccesible, la recámara secreta intratrinitaria donde Dios custodia bajo siete llaves ciertas intimidades divinas que no está dispuesto a revelar. No. Misterio es la salvífica Voluntad divina resuelta a darnos a conocer el bagaje completo de su Ser, sin recortes ni censuras.

Lo que sí: “comprimido”. Es —nos guste o no— el único formato factible.

A esta increíble y asombrosa compresión de información —inevitable para hacer posible la transferencia de datos al diminuto disco humano— se le ha llamado en la Escritura y la Tradición: “el Misterio”. Invalorable destreza divina que hace capaz de apretar el Océano completo en un dedal sin dejar en la cuenca una sola gota.

Y acá entra en escena una de las confusiones más ramplonas en que se ha enredado nuestra generación eclesial.

Y es considerar como sosias del misterio, lo misterioso.
Minúsculo malentendido (parvus error in principio), que se tornó con las décadas descontroladamente inmenso (magnus in fine).
La raíz del malentendido es evidente: un mal ejercicio de etimología. Pero también —convengamos— por rozarse ambos conceptos en cierto segmento. Veamos.

Lo misterioso dice secreto. Alude de algún modo a una intención de ocultamiento, a un querer esconder, a una privación deliberada de divulgación. Lo misterioso, por tanto, es lo contrario a lo transparente, a lo diáfano, límpido y franco.

Pero lo diáfano, límpido y franco son características propias del Misterio, que es —digámoslo una vez más— la genuina e ingenua, cristalina y abierta expresión de un Dios sin disimulos. Lo que ocurre es que el Misterio es una realidad infinita, y por eso mismo, sin contornos; y por eso mismo, inasible. Es un objeto sin fondo. Y en esto es que se acerca al concepto de misterioso. Pues, al igual que éste, no se termina de conocer. Pero a diferencia abrupta con éste, tal fenómeno se da no en virtud de una intención de ocultamiento por parte del sujeto sino en virtud de lo ilimitado del objeto.

Lo misterioso encripta deliberadamente su diminuto objeto.
El Misterio expone abiertamente[1] su inmensidad.

“Os he dado a conocer Todo...” dice el Señor (Jn 15,15). Pero este “Todo” eficazmente entregado, precisa de un delicado “descompresor” que complete el milagro y haga contundentemente posible que el Hombre conozca a Dios.

Y a esto es que llamamos —con la complicidad de todas las artes bellas— la insustituible “media luz”.

La media luz, como un demorado goteo de cristales, derrama suavemente las gigantescas Verdades divinas, en el inerme y minúsculo corazón humano, cual si fueran levísimas hojas de otoño zigzagueando su cauto aterrizaje.

El Misterio —ampliando la gama de analogías— es como la belleza con que un niño puede ser candoroso, transparente y tan a la vez tímido y callado. La franqueza de ese niño equidista notablemente del desvergonzado y desinhibido farabute, cuanto del chico raro y retorcido, intrigante y rebuscado, cargado de oscuros secretos y mentiras.

El Misterio, como luna llena de Pascua, equidista en su estilo lumínico tanto de la estridencia solar como de la noche cerrada.
El Misterio, como dice el Señor, es la pascua del ver: “me verán... me dejarán de ver... me volverán a ver” (Jn 16,16).

*****

El Concilio, en su acorde inicial (SC 1), blanqueando de entrada su nítido y límpido propósito de incrementar, vigorizar (áugere) la vida de los cristianos, decide arrancar por una punta crucial: la Liturgia de la Iglesia, a fin de desempolvarla [2] y promoverla en orden a este “áugere”. Y dirá sin dilaciones que el meollo, la brújula, para ejecutar este “instaurandam atque fovendam” consistirá en repensar cómo expresar el Misterio, que es “Mysterium Christi”. Desglosado un poco, pormenorizan los Padres conciliares: cómo expresar esa maravillosa tensión paradojal entre lo humano y lo divino de la Iglesia, que también es en sí misma Misterio; cómo expresar y articular la plena dependencia y referencia de lo visible —que abunda en su fisonomía terrena— al orden invisible, al cual se ordena y subordina [3] como lo hace lo humano respecto a lo divino, su presencia terrenal respecto a la Jerusalén Celestial.

Cómo —diríamos desde lo ya dicho— descomprimir correctamente el Misterio en el corazón del hombre de hoy. Procurando evitar los dos fracasos posibles: que falle el proceso y el destinatario se quede con un “punto rar” absolutamente ininteligible; o bien, que se descomprima correctamente, pero el desopilante peso destroce el disco, y se cuelgue todo y este pobre hombre se quede sin revelación ni sistema.

Prosaica analogía me ha salido. Volvamos más bien a la analogía estética, pues desde la Belleza se entiende bastante mejor cómo es esto de velar y revelar en graciosa y lúdica dinámica. O bajemos, mejor aún, a los hechos contundentes...

¿Qué distingue al “Ecce quam bonum” del “Toma mi mano hermano”, o el “Ubi Caritas” del “Como Cristo nos amó”? ¿Tan sólo –más allá del idioma- un detalle de estilo, de ritmo musical?

No. Hay algo “más”. Y este plus es la media luz, la penumbra en que lo sacro se revela y vela a la vez, en un inatrapable juego de amor, que nos deja “pagando”; que deja al alma —diría fray Juan, en preciosa onomatopeya— en un no sé qué que queda balbuciendo.
La confundida pretensión pastoral de los años setenta, afanada en “echar luz” sobre el Misterio, a fin de sacarlo del supuesto oscurantismo en que la Iglesia vieja encriptaba las verdades de la fe, fracasó.

Los polvos del oscurantismo se tornaron lodos iluministas. Y —como remataría Jesús— el final de ese hombre fue peor que al principio...

¿Qué pasó?

Prendimos todas las reflectoras que encontramos a mano sobre el inerme ícono de Cristo. Buscando —ciertamente, y valga decirlo con todas las letras— ponerlo en relieve, ofrecerlo sin escatimosos recortes, sin disimulos ni claves, a la lectura franca, desnuda y abierta de todos fieles.

Pero arruinamos el cometido.

Lo saturamos de luz y le rompimos el encanto. Sí, dije bien: el encanto.

Pues se trata de eso: de un encantamiento que ejerce el Misterio cuando se le permite manifestarse por sí mismo, sin iluminación artificial, sin traductores simultáneos, ni subtitulados, ni comentadores ni aclaradores.

Como le dice Lewis a Malcolm, cuando la descripción (del Misterio) cobra la forma de algo minuciosamente bueno y logrado, se torna inexorablemente falsa.

Y algo de esto nos pasó.

El suave susurro, el manso y sereno silbo del Misterio, fue ahogado por la estridencia de lo que se nos había tornado una obsesión: explicarlo todo.

¡No lo aclares que oscurece! parece suplicarnos hoy el Misterio mismo, cuando interferimos su estilo comunicacional, su exquisita “media luz”. Pues no se cumple en esto lo del dicho popular: lo que abunda no daña. Aquí, lo que sobra, estorba. El exceso no es un simple desecho prescindible, sino que genera su efecto contrario. Como el confianzudo genera desconfianza; como el pacifista desata agresividad; como el exceso de ruido deja sordo y el silencio dilata la capacidad auditiva.

Así, quien procurando alejarse de una religión mistérica, oscurantista, iniciática, promueve un acercamiento excesivo al Misterio, un acostumbramiento, una desmedida “familiaridad”... corre el riesgo de que se le cumpla el Evangelio (Mc 6,1-6).

Jesús es taxativo: nadie es profeta en su tierra. Lo interesante y no siempre reparado es que el impedimento no es coyuntural. Esta imposibilidad de hacer milagros en Nazareth no obedece a una obstinación puntual y casual de los nazarenos de turno. De ahí que el Señor traiga a colación la inexorable profecía. La excesiva familiaridad no favorece la fe de nadie; no favorece —objetivamente— el acceso al Misterio.

El misterio es como la belleza: se da a quien se le acerca en puntas de pie, y se repliega ante quien la aborda con atropello. El Misterio, al igual que la Belleza —que es Nombre divino— fascina y cautiva en la sola y justa medida en que provoca. Y provoca porque se muestra y oculta a la vez. En la misma medida en que se expone franca y límpidamente, lo expuesto produce la inconfundible experiencia de haber un “más” siempre inasible, como lo es el horizonte, que por más que lo corramos, se corre con nosotros. Y esa experiencia de haber siempre un “más” inatrapable... cautiva, encanta, nos mantiene en vilo, atónitos, enamorados.

Quien, en medio de este proceso, nos prenda abruptamente la luz, nos quiebra el clima y nos arruina el encuentro.

Y me pregunto demorado: eso que la penumbra es a la visión, ¿qué será respecto a la escucha? Pues hay un hablar y un callar; tajantes ambos. ¿Pero qué se dice del orden del verbal cuando éste logra instalarse en ese umbral de bronces y cobres de aurora? San Benito dedica un capítulo entero a este tópico: De Taciturnitate. Y sí, es eso mismo: el taciturno no es ni el mudo ni el locuaz. Es el que habla, piensa y hasta reza “a media voz”. Como contempla “a media luz”.

En esto anda la Iglesia. Procurando reencontrarse con la mistagogía.

Para restituir el encantamiento perdido.

Sí: perdido. No es bueno engañarnos más en esto.

Así como le hace daño al país el autismo del gobierno negando la inflación, negando haber equivocado el rumbo, y trastocando los números del Indec; tampoco en la Iglesia nos sienta bien insistir en una supuesta “primavera” en que fructificaría el Concilio, cuando en el año 50 iban a Misa 13 millones de católicos y hoy sólo van un millón setecientos mil...

Algo pasó. Algo hicimos mal.

Y si bien difícilmente ese “algo” admita el singular y sea un complejo conglomerado de asuntos, me atrevo a ubicar en la cumbre del ranking a esta cuestión: desencantamos el Misterio, cuyo poder de fascinación corría enteramente por cuenta propia. Queriendo aclararlo, lo oscurecimos todo.

Si hay un camino de retorno —como estaba abocado a diseñar nuestro amado Papa Benedicto— éste ha de tener como eje transversal la recuperación del sentido del Misterio.

Dicho en positivo: nos urge aceitar una auténtica mistagogía.

Dicho en negativo: nos urge acallar a los ruidosos explicadores. Y esto, en todos los órdenes: al exégeta que quiere apabullarnos y “desencantarnos” la Lectio divina con su fruncido criticismo histórico, habrá que decirle —amablemente—: ¡no aclare, que oscurece! Al moralista o director espiritual que quiere cuadricularnos en tablitas y planillas de cálculo el estado de gracia y pecado en que nos hallamos, habrá que decirle —insisto: amablemente— ¡no aclare, que oscurece! Al animador litúrgico, empeñado en atorarnos con sus minuciosos guiones y carteles, habrá que decirle —con no menor amabilidad— ¡no aclare, que oscurece! E via dicendo...

Y entonces, cuando todas las nerviosas voces se apacigüen, y las estridentes luces se entrevelen, y el Misterio desnudo y abierto quede nimbando en sereno susurro ante el Hombre actual, éste podrá hacer la experiencia que han hecho todas las generaciones: constatar que Dios no estaba ni en el trueno ni el huracán, ni en el chirrido de trompetas ni en el tremolar del orbe... sino en la brisa ligera que vela y desvela la amorosa identidad del Dios auténtico, tan íntimo y cercano como inatrapable.

Y entonces, la cosa andará, porque, como dice el Principito: Quand le mystère est trop impressionnant, on n'ose pas désobéir.
el Athonita

[1] “Yo he hablado abiertamente al mundo” (Jn 18,20). Este denso adverbio “palam” o “parresía” admite espantosas traducciones. Lo abierto como modalidad es un modo muy logrado de decirlo en castellano sin contaminar el concepto con lo explícito, lo desinhibido o lo exhaustivo. Abierto —cuando de Cielo se trata— incluye el rasgo de inconcluso.
[2] Valga acotar que el verbo orfébricamente escogido por los Padres conciliares es el verbo “instauro” que dice refrescar, restablecer, revitalizar, renovar, volver al origen; no “reformar” como se suele traducir torpemente.
[3] Visibile ad invisibile ordinetur eique subordinetur (SC 2).





SOBRE EL DOCTOR SERÁFICO

VERITAS ET BONUM

La principal “tarea” del cristiano es el sursum actio (la acción que nos eleva) para vivir en la Verdad y en el Bien.


Dos breves párrafos de la admirable catequesis – concisa y profunda- de Benedicto XVI acerca de la doctrina de San Buenaventura, obispo, cardenal y Doctor de la Iglesia.(17 de marzo de 2010)



San Buenaventura, pintura de Murillo, donde se observa al Doctor Seráfico con su hábito franciscano y encima la muceta cardenalicia, sosteniendo la Iglesia.


I. En la vida apostólica no basta la mera acción:

Para san Buenaventura toda nuestra vida es un "itinerario", una peregrinación, una subida hacia Dios. Pero sólo con nuestras fuerzas no podemos subir hasta la altura de Dios. Dios mismo debe ayudarnos, debe "tirar de nosotros" hacia arriba. Por eso es necesaria la oración.

La oración —así dice el santo— es la madre y el origen de la elevación, "sursum actio"  (“acción que nos eleva”) en expresión de San Buenaventura. Y así lo escribe en su oración con la que comienza su "Itinerarium": "Oremos, pues, y digamos al Señor, nuestro Dios: "Guíame, Señor, por tus sendas y caminaré en tu verdad. Alégrese mi corazón en el temor de tu nombre" (I, 1).


II. La doctrina de los dos grandes teólogos del siglo XIII (la del Doctor Angélico y la del Doctor Seráfico) no son contradictorias:

Santo Tomás de Aquino y san Buenaventura definen de manera diferente el destino último del hombre, su felicidad plena: para santo Tomás el fin supremo, al cual se dirige nuestro deseo, es ver a Dios que es la Verdad (Veritas). En este acto sencillo de ver a Dios encuentran solución todos los problemas: somos felices, no es necesario nada más.

Para san Buenaventura, en cambio, el destino último del hombre es amar a Dios, el encuentro y la unión de su amor y del nuestro (Bonum). Para él esta es la definición más adecuada de nuestra felicidad. 

En esta línea, podríamos decir también que la categoría más alta para santo Tomás es la Verdad, mientras que para san Buenaventura es el Bien. Sería un error ver una contradicción entre estas dos respuestas. Para ambos la verdad es también el bien, y el bien es también la verdad; ver a Dios es amar y amar es ver.

Se trata, por tanto, de matices distintos de una visión fundamentalmente común. Ambos matices han formado tradiciones diversas y espiritualidades distintas, y así han mostrado la fecundidad de la fe, una en la diversidad de sus expresiones.




14 de julio de 2016

DEJABA A SU PASO UNA ESTELA DE BONHOMÍA Y SERENIDAD

    IN MEMORIAM

    MONSEÑOR GUILLERMO LEADEN sdbObispo auxiliar emérito de Buenos Aires
    * 20-7-1913 - + 14-7-2014




    Su lema episcopal: "IN CRUCE SALUS"                                                                               

                                                 
          
      Se conmemora el segundo año del fallecimiento del querido asesor arquidiocesano porteño de la Acción Católica; ejemplar sacerdote salesiano, inolvidable pastor que, a su paso, dejaba una estela de bonhomía y serenidad, con su consejo oportuno y discreto, con su vida consagrada moldeada en la austeridad y la rectitud, desde muy joven.                      
      El talante de sus ancestros irlandeses estaba patente en su dignidad episcopal sin altisonancia, y en su carácter afable y campechano.                                                                           
      Lo recordamos en su exigente ascesis personal, forjada en la oración continua, especialmente en el rezo puntual y sin defecciones del Oficio Divino, en su silenciosa tarea de confesor prudente, en su disponibilidad ministerial permanente y en el delicado cuidado que ponía en las celebraciones litúrgicas y la atención de las cosas sagradas.    
      Invitamos a rezar un Avemaría a su querida Patrona, por su eterno descanso.                                                                                    


      María, Auxilium christianorum, ora pro eo.
      D.E.P.


11 de julio de 2016

FRENTE A EXÉGESIS MERAMENTE HORIZONTALISTAS

CRISTO ES EL BUEN SAMARITANO

Una reflexión acerca de la Parábola evangélica del Buen Samaritano (Lc.X, 25-37)



                     Cristo es el centro de nuestra Fe. Y el centro de este Cristo es un apretado nudo —ñudo dirá la Santa— que nadie sabría cómo desatar (ni da igual, como en el caso del gordiano, cortarlo que desatarlo, según el simplismo alejandrino). Ese nudo es la unión sin confusión de las dos naturas —la divina y la humana— en la constitución misma de Nuestro Señor.

                En otro centro —otro y el mismo— se da otro nudo —otro y el mismo— no pocas veces cortado de un bruto espadazo en pos de conquistar el Misterio. Y es de tipo moral: ¿hay que amar a Dios o al prójimo? A ambos, de acuerdo… pero ¿primero a Dios y luego al prójimo?; más a Dios y un poco menos al prójimo?; da igual?; no importa el orden?, sí importa?, hay correlatividad, cuál es la secuencia?

El Evangelio de la Parábola del Buen Samaritano (Lc X, 25-37) ofrece una magnífica solución al asunto: ni cortar ni desatar; el secreto del nudo está en asumirlo —muy apretado— como tal.

El preguntón tramposo intenta la zancadilla: ¿quién es mi prójimo?

La opción del Maestro es sorprendente. Su respuesta es un “había una vez”, es un cuento, un relato, una saga. Donde ocurren cosas y hay personajes… pero al no ser una novela, ni un relato histórico, sino un exquisito mito, todo lo que ocurre dentro del relato pierde la gravedad sublunar y danza mágicamente sobre un registro de consistencia —de pondus, digamos— que sólo se da dentro del presurizado relato. Pues los personajes mutan e intercambian su identidad como en los mejores sueños.

La respuesta del Señor en definitiva se abrevia así: “Yo soy la respuesta”. No sólo tengo la respuesta; soy la respuesta. Pues en Mí se aúna y anuda el amor a Dios y el amor al hombre. No son dos mandatos. Es Uno solo, como el Padre y Yo somos Uno, como Ustedes son Uno conmigo. Amarme a Mí es concentrar el doble mandamiento del amor en su inefable unidad. Pues yo soy el Dios verdadero y soy tu prójimo más próximo. Yo soy el Extranjero Más-Allá-de-todo y soy más íntimo a ti que tú mismo. En Mí, amen a Dios y al prójimo, unidos (ambos mandatos) sin mezcla ni confusión, diferenciados, sin división.

Pero el Señor no lo dice así: lo cuenta en el famoso relato que es cuento veraz y respuesta rotunda.

Y observen entonces de qué modo mágico y exquisito va mutando la identidad de los personajes a medida que avanza la saga: había una vez un Hombre, un hijo de Hombre. Que desciende. El verbo empleado ya es muy sugestivo… muy crístico. Desciende desde las alturas de la Ciudad de Dios, desde el hontanar de la Sión divina. Se anonada rumbo a los bajos más pantanosos, que eso es Jericó (ciudad antiquísima, situada a 240 metros bajo el nivel del mar). ¡Es Cristo! Y el oyente del relato no puede evitar “percibirlo” —¡cuánto más si el relator es Él mismo!—. Cristo atacado, lastimado, mal herido por la malicia de los hombres.

Y fuera de la ciudad queda agonizante, pendiendo entre la vida y la muerte. Los hombres todos pasan de largo sin atenderlo: vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Quien logró meterse en la saga a fondo, se encuentra realísimamente ante “este Cristo muy llagado” —al decir de Teresa— que yace en agonía hasta el fin de los tiempos, a la vera de nuestros caminos, buscando consoladores sin hallarlos.

Pero el relato avanza.

Y tras el sacerdote y el levita, muy gradualmente va asomándose a la escena un nuevo personaje, bajando por el mismo sendero. Lento en el alba, diría Borges del Alquimista. Se trata de un extranjero, nos avisa el Relator. Pero, vaya sorpresa y emoción cuando, a medida que se va acercando al centro de los hechos empezamos a notar… ¡que otra vez es Cristo mismo! ¡Son sus atávicos rasgos, es su géstica, su modo de viandar los polvorientos senderos palestinos… ¡es el Señor! gritaría Juan desde la barca.

Y sí, es Él, el Buen Samaritano. No en vano la Literatura (y la mística) cristianas lo han llamado “El Extranjero”, como uno de sus Nombres más propios: el totalmente Otro, el venido de otro mundo.

Se detiene, se inclina, colma de luz con su solo mirar el hondón de cada llaga, de cada trauma (como dice el griego), de cada hombre lacerado por el pecado y el abandono. Él es el Filántropo, como le canta tanto el Oriente cristiano. Y el Compasivo. Nos es a todos conocida la imagen de este Cristo Médico, que con el aceite y el vino de los Sacramentos sana y redime al hombre herido.

Pero cuando el divino Relator avanza en su narración con los detalles mismos con que el Extranjero cuida del malherido, vendando las heridas, echando vino en el abierto cáliz de esas Llagas… pues —como en los mejores sueños, insistamos— vuelve a mutar la identidad y Aquel que recibe el Élaion —que es aceite pero también piedad (Eleison)— es Cristo mismo en su perpetua Pasión y Agonía.

Y el inclinado sobre el Siervo Sufriente vuelve a ser el Cireneo, la Verónica, la Magdalena, la Madre, el Centurión… y el amor sincero del cristiano piadoso que ya no sabe cuál de ambos mandamientos está “cumpliendo” inclinado —¿en adoración?, ¿en auxilio?— sobre este Cuerpo y esta Sangre, sobre este Cordero degollado-pero-vivo, presente en todos los Sagrarios y leprosarios que jalonan el itinerario de Jerusalén a Jericó.

Y el Cireneo carga al hombro la Cruz de nuestro Señor, y Cristo carga a sus hombros a la agónica oveja y llegan a la Posada y —¡nuevamente!— el Posadero es Cristo mismo, Cabeza de su Iglesia, que en sus ministros y bautizados todos cuida, atiende, cobija, vela por cada hombre que llega a su Refugio malherido.

Yo soy Sacerdote y Templo; Yo soy Posada y Posadero. ¿Y de quién, sino de Cristo, puede ser la sólita expresión “cuando vuelva”? El Peregrino extranjero retornará; y cuánto gusta en avisarlo de mil modos, en cientos de registros… Volverá y pagará a los ayudantes de la posada todo lo gastado en su Nombre.

Volvamos ahora al afuera del Relato; salgamos de su clima y gravitación propias. Allí está Jesús, cerca de Betania, afrontando la pregunta, la aporía, la inquietud cristiana de dos mil años: ¿cómo conciliar el doble mandamiento del amor? ¿Dónde se cruzan los maderos de la Cruz? ¿Hay un dónde, hay un quién, hay un cómo que ofrezca genuinamente la densidad completa de ambos mandatos?

Sí —responde límpido el Señor. En Mí. Mío es el oro, el inmutable oro: en el arco, en el brazo y en la flecha. Yo soy la Llaga y el cauterio suave. Mía la herida y su medicina. Soy la endíadis de todo lo divino y todo lo humano.

Desde este “en Mí”, desde esta Vida “en Cristo”, el nudo de su doble natura ha mudado a ser el nudo de la doble caridad que hace factible la inverosímil Religión donde piedad y solidaridad se han inmixiados —si me permiten el neologismo eucarístico— para siempre. Desde entonces, el Único es el otro, y el otro, el mismo Único. En el astro y en el lodo, el mismo y solo Oro. Desde entonces, adorar el Santísimo es el acto de mayor fraternidad humana, es la acción social más eficaz; y la delicada inclinación sobre la cama de hospital del moribundo, un acto de latría, una Liturgia ante el Dios Viviente. Un culto a la sinestesia, si se quiere. Una vindicación al hipostasiado oxímoron, hecho un Tú fiel e inalterable.

Tan Uno es este Cristo hecho mandato, que el Cielo prometido y el infierno tan temido no varían ni un ápice en lo que abordan: su Rostro —incesante, intacto, incorruptible—: infierno para los réprobos, Paraíso para los elegidos. Dios Único y Comunión de Hermanos. Y retumbará desde los angélicos coros, cual litúrgica cadencia, ante las eternas Bodas del Herido Samaritano: que el hombre no separe lo que Dios ha unido."
Diego de Jesús

Monasterio del Cristo Orante, Mendoza

9 de julio de 2016

ACERCA DEL AMOR A LA PATRIA

UNOS APUNTES SOBRE
EL AMOR A LA PATRIA

Siguiendo a Santo Tomás de Aquino



Sobre la virtud de la PIEDAD, de la cual deriva el amor a la Patria

La piedad es una virtud especial, derivada de la justicia, y puede definirse como un hábito sobrenatural que nos inclina a tributar a los padres, a la patria y a todos los que se relacionan con ellos el honor y servicio debidos (II-II,101,3)

El motivo de estos actos es porque los padres y a la patria son el principio secundario de nuestro ser y gobernación.

- A Dios, como primer principio de ambas cosas se le debe un culto especial, que le tributa la virtud de la religión.

- A los padres y a la patria, como principios secundarios, se les debe el culto especial de la virtud de la piedad.

Los padres son, después de Dios, los principios de nuestro ser, educación y gobierno. Y la patria, porque también ella es, en cierto sentido, principio de nuestro ser, educación y gobierno, ya que proporciona a los padres muchas cosas necesarias o convenientes para ello. Por eso, el patriotismo bien entendido es una verdadera virtud cristiana.

En cuanto a la virtud del amor a la patria se le oponen dos pecados opuestos:

- Por defecto: el cosmopolitismo o internacionalismo de los hombres sin patria, que tienen por santo y seña el viejo adagio de los pagados: “ubi bene, ibi patria. Estos desconocen a la propia patria con el erróneo pretexto de que el hombre es “ciudadano del mundo”.

- Por exceso: el nacionalismo exagerado, que ensalza desordenadamente a la propia patria como si fuera un bien supremo y desprecia a los demás países con palabras o hechos, muchas veces calumniosos o injustos.

Referido a los deberes generales con la patria, se puede resumir en uno solo: el patriotismo, que no es otra cosa que el amor y la piedad hacia la patria en cuanto tierra de nuestros mayores o antepasados. Sus principales manifestaciones son cuatro:

1) Amor de predilección sobre las demás naciones, perfectamente conciliable con el respeto debido a todas ellas y la caridad universal, que nos impone el amor al mundo entero.

2) Respeto y honor a su historia, tradición, instituciones, idioma, etc. que se manifiesta, por ejemplo, en el saludo reverente a sus símbolos (la bandera y el himno nacional)

3) Servicio, como expresión efectiva de nuestro amor y veneración. Consiste principalmente en el fiel cumplimiento de sus leyes legítimas (especialmente las tributarias) en el desempeño desinteresado y honrado de los cargos públicos que el bien común nos exija y en los deberes de ciudadano, que busquen el progreso y engrandecimiento de la patria.

4) Defenderla, contra sus enemigos y perseguidores, exteriores o interiores. En tiempo de paz, con la palabra, con la pluma y con el ejemplo; en tiempo de guerra, con aquellas armas que nos sea lícito empuñar para salvaguardar su honor e integridad.

La misma etimología de la palabra PATRIA refiere a la voz latina patris (padre o la tierra de los padres). Y justamente la Iglesia, refiriéndose a la gloria de Dios, a la que todos estamos llamados, llama PATRIA CELESTIAL a la vida eterna en comunión con Dios Padre todopoderoso.

El poeta español Antonio Machado, con unos versos sublimes, nos invita al  amor a la patria y alienta al hombre a honrar a sus padres, a sus tradiciones, a su historia y a su fecunda herencia, porque “sólo Dios hace mundos de la nada”.



¡Ay del pueblo que olvida su pasado
y a ignorar su prosapia se condena!
¡Ay del que rompe la fatal cadena
que al ayer el mañana tiene atado!

¡Ay del que sueña comenzar la Historia
y amigo de inauditas novedades,
desoye la lección de las edades
y renuncia al poder de la memoria!

¡Honra a los padres! ¡Goza de su herencia
gloriosa!.... ¡El sol es viejo y cada día
joven renace y nuevo en su alborada!

Reniega de la vana pseudo-ciencia….
Vuelve a tu Tradición, patria mía.
¡Sólo Dios hace mundos de la nada!



Y, en estos tiempos, donde es tan habitual escuchar hablar de padres sin hijos, e hijos sin padres, haciendo del mundo un inmenso asilo, unas palabras escritas por el Doctor Alfredo Marquerie (dramaturgo y escritor mallorquí):
  
        
         “El nombre y la idea de la Patria, su etimología -es decir, su envoltura verbal y su concepto, o lo que es lo mismo, su tuétano, su meollo- se asimilan y radican en un sentimiento eterno, que es el sentimiento de la paternidad.         
           Cuando el liberalismo a ultranza, el anarquismo, el marxismo, todas las doctrinas demoledoras que ha padecido la humanidad intentaban desarraigar de la conciencia el sentimiento y la idea de nacionalidad, el concepto y el amor de la Patria y a la Patria calificándolos como prejuicios atrasados, contrarios al progreso y evolución de los pueblos, estaban realizando la misma labor inhumana y siniestra que si se empeñaran en que los hijos negaran el parentesco con sus padres.
          Querían convertir al mundo en un inmenso hospicio, en una gigantesca casa de expósitos, en un monstruoso orfanato de hombres sin patria, de “ciudadanos del mundo“, es decir, de hijos sin padres conocidos“. 





Nuestra Señora de Luján, consagrada Patrona de la República Argentina
con su manto de este año, donde se ha bordado el escudo nacional en este año 2016, con ocasión del Bicentenario de la declaración de la Independencia.