Centro de Profesionales de la Acción Católica "SANTO TOMÁS DE AQUINO" de Buenos Aires, Argentina.

30 de junio de 2016

"OREMUS AD INVINCEM" EN EL AÑO DE LA MISERICORDIA

LA ORACIÓN Y LA MISERICORDIA
"La Ecclesia orans"

Recibimos la Acción misericordiosa de Dios, la guardamos
y la rebalsamos en obras de misericordia.
Somos destinatarios (primero), depositarios (luego)
y dispensadores (al fin) de esta realidad divina.

Quien invirtiera estos roles y abordara el Año de la Misericordia desde el hombre, confundiendo torpemente el sacro misterio de la Misericordia con la plana solidaridad autogestada, seguirá aportando setentismo horizontalista y secularizante a la vida de la Iglesia.

“Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que están muertos,
y no lo hace, 
es un asesino”.
San Silvano del Monte Athos
Esta lapidaria sentencia, de uno de los monjes más grandes que ha dado el siglo pasado, más que hacer de epígrafe, pretende ser una suerte de pedal de fondo, continuo, que le otorgue clave y tono a cuanto intentaremos balbucear.
En el decurso de este año de la Misericordia hemos insistido a tiempo y destiempo, a diestra y siniestra (vasta siniestra) sobre el peligro de devaluar la categoría “Misericordia” a una realidad meramente humana, horizontal. Para gritar con el salmista y el Profeta: ¡Tú eres Dios, sólo Tú eres Dios! ¡Y sólo Tú eres Misericordia, sólo Tú!
La Misericordia es una realidad divina. Y todo lo divino es Dios mismo. Con el Prólogo de Juan podemos decir que En el Principio era la Misericordia y la Misericordia estaba junto a Dios y la Misericordia era Dios. Y la Misericordia se hizo Carne y la ejerció entre nosotros. Y nosotros hemos conocido su Poder, su Acción, su kenótico Movimiento por el que fuimos alcanzados y transformados.
Y sólo por eso, como un auténtico rebalse de lo recibido, somos capaces de misericordia. Así como Dios se hace hombre para que el hombre pueda ser divinizado, la Misericordia se hace Carne, para que toda carne pueda tener entrañas de misericordia. Por sobreabundancia de lo recibido.
Esta verdad no es ocioso recordarla con insistencia, pues es erosionada y devaluada a diario por el gravitante poder del antropocentrismo antropotrópico.
Recibimos la Acción misericordiosa de Dios, la guardamos y la rebalsamos en obras de misericordia. Somos destinatarios (primero), depositarios (luego) y dispensadores (al fin) de esta realidad divina.
Quien invirtiera estos roles y abordara el Año de la Misericordia desde el hombre, confundiendo torpemente el sacro misterio de la Misericordia con la plana solidaridad autogestada, seguirá aportando setentismo horizontalista y secularizante a la vida de la Iglesia. Ofrecerá una impostación, una torpe mueca, entregará papel pintado sin reservas.
En cambio, cuando las obras de Misericordia son la genuina entrega del tesoro divino recibido, ésta tiene el inconfundible poder transformante propio de lo divino. No es una palmadita al hombro de conmiseración humana: es la Luz divina actuando en el otro.
Esto vale para todas las obras de misericordia. Esas que la Iglesia catalogó prolijamente en 7 obras materiales y 7 obras espirituales. Todas son participación en la misma y única Misericordia divina.

No obstante, estas catorce especies de obras, están planteadas a modo de peldaños, escalones, ascendentes en su grado de participación de lo divino. “Ascenso y descenso del alma por la misericordia”, diría Marechal… De allí que el ejercicio de la misericordia se ha de iniciar dando pan al hambriento y agua al sediento, pero sin detenerse en el ascenso hasta llegar a la plegaria por vivos y muertos como cumbre y plenitud de la misericordia posible.
Hablemos un poco más en concreto y con precisión de este oficio. De este poder de intercesión. Se trata del poder más excelso que haya recibido el hombre. El diminuto humano, elevado a la insólita categoría de hijo de Dios (o sea, a la categoría de Dios), cobra potestad para modificar el rumbo de los designios divinos.
Esta es la tesis clave del asunto. Sin la cual la súplica, la intercesión se nos pulveriza entre los dedos y queda reducida a un placebo tranquilizante. Esto, jamás formulado así por la Iglesia, no obstante, se cuela por sus hendijas como un invisible gas letal que va adormilando primero y matando luego a los orantes de brazos levantados.
Y esto exige, ante todo, un examen de conciencia para revisar mi Fe sobre esta verdad: ¿creo o no creo que el que pide recibe, que al que llama se le responde, que todo cuanto supliquemos en su Nombre será escuchado y atendido y concedido? ¿Creo o no creo?
Creemos en definitiva que es más efectivo visitar a un enfermo o a un preso o incluso corregir al errado o consolar al triste, porque esta catorceava obra nos resulta… un tanto exigua, nimia, vaporosa. Casi un eufemismo de caridad.
(Y nos cuesta rezar, nos “pesa” esta carga, no tanto por el peso mismo de la tarea, sino por el peso de la desconfianza. No es el peso que soporta Atlas sino el peso de Sísifo…).
Cuando en verdad, la súplica, pasando por uno de tantos hobby de gente sobrada en tiempo, es el punto de apoyo de la palanca que mueve al mundo y secretamente lo ilumina. La plegaria, decía san Juan Clímaco es conversación con Dios y conservación del mundo.
Como Abraham negociando con Dios el rescate de Sodoma, o María en Caná. (El primer milagro de Cristo es simultáneo al primer acto suplicante de la Iglesia, dirá Newman).
Somos elevados a la dignidad de causa en los Designios divinos.
Ciertamente no yerra Platón al insistir que “es imposible corromper a los dioses comprando su benevolencia”. Comprar no. Sino que Él ha resuelto, libérrimamente, regalar este poder a los hombres. A los hombres divinizados.
“Si ves a tu hermano pecar... reza por él y le darás vida” (1Jn 5,16). No hay pecado de omisión que pueda competir en gravedad con el abismo de este poder otorgado. De aquí el epígrafe que encabeza este texto, que de algún modo condensa en lapidaria sentencia todo cuanto hay para decir.
Va de nuevo: “Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que están muertos, y no lo hace, es un asesino”. Impactante es la fuerza con que lo expresa el gran maestro copto Matta el Meskin (Mateo el pobre), en un corto tratadillo titulado La oración por los demás: una grave responsabilidad: “si por un motivo cualquiera dejas de rezar por los pecadores que viven a tu alrededor y omites suplicar en su favor, morirán en su pecado. La negligencia en la oración llega así a su colmo y provoca las más graves consecuencias. El pecador muere en su propio pecado por no haber despertado tú su alma. ¿Cómo podrás justificarte, si has descuidado rezar por él y le has privado del manantial de Vida del que Dios te ha hecho responsable?”
En verdad: escalofriante...
Somos, todos, la Ecclesia Orans, la Iglesia Orante, Esposa del Omnipotente. Ella es la nueva Dalila que ha robado el secreto del poder del corazón a su Amado.
Hay un misterio adicional, que es el de la sustitución vicaria. Un misterio por el cual asumo lo ajeno y me hago cargo. Vale y aplica para muchos asuntos. También para la plegaria. La oración “por” los otros puede hallar en ese “por” no sólo un sentido direccional, destinatario, sino sustitutivo, “en-lugar-de”. Rezo por Fulano, que no sabe rezar, o que no puede rezar o que no quiere rezar. Rezo en lugar de aquellos que no tienen Fe. Y que por tanto, como decía Chesterton, padecen esa máxima desgracia del ateo: no saber a quién agradecer cuando las cosas salen bien. O rezo por aquellos que hundidos en el fango del pecado no se atreven a levantar los ojos al Cielo…
Y aquí hay algo crucial: es mi carencia raigal la que genera una empatía, un pathos, que me permite abrazar al mundo y clamar por él. Desde las honduras de la fisura primordial, llorando a las puertas cerradas del Edén, es que se hace posible la lacrimosa súplica universal. En definitiva, la oración por los otros es genuina cuando los otros ya no son otros sino otro-yo.
La súplica audaz, intrépida, insistente, infatigable, es como una flecha encendida, una saeta al Corazón de Dios. Como elfos diestros debemos recargar cada aurora nuestra aljaba y, una por una, estirar la flecha en el arco y lanzarla sin ambages.
Claro que para que esto cobre el verdadero relieve que merece, es crucial entender el grado de urgencia en que vive la Humanidad. Sin esto, sería como hacer una égloga del buen soldado y de su invalorable misión… ¡sin hipótesis bélica alguna! Pues no es el caso. Urge entender que estamos en guerra. En una guerra sangrienta y atroz. Urge entender que el Mundo no está quieto y sereno en un punto de paz y equilibrio (y no por una guerra interplanetaria, como se decía en los sesenta o por una tercera guerra mundial como se dice hoy). El tema es mucho más profundo.
El cosmos entero, el orden creado yace en un abrupto plano inclinado volcado hacia el caos y descomposición final. Sólo una ínfima cuña, katejón, evita la caída libre al abismo. Y esa cuña es la plegaria de los santos.
¡Arde el mundo en llamas!, arengaba santa Teresa a sus monjas para que no desfallecieran en la irremplazable misión de intercesión. Si Moisés baja los brazos, gana Amalek; si los levanta, gana Israel. Es así de simple. De escalofriantemente simple. Por eso, digámoslo de nuevo: quien haya recibido como don, el poder de revivir un muerto y no lo revive, es responsable de esa muerte. La plegaria es ese poder de resucitar muertos. La no-plegaria es fratricidio.
Ascenso y descenso del alma por la misericordia; subiendo y bajando por los catorce peldaños. El dinamismo sinérgico que este ejercicio grácil es uno de los rasgos identitarios de lo cristiano. Pues, una vez reconocidos los catorce escalones, comienza la danza, el subir y bajar cuál ágil cervatillo, fusionando las obras materiales con las espirituales. Es el secreto más exquisito de lo cristiano: una misericordia encarnada, hilemórfica dirían los antiguos, desmarcada tanto de macilentos asistencialismos como de piedades fantasmagóricas.
En cuerpo y alma. En carne y pneuma.
Helder Camara decía en los años setenta que no se le podía anunciar el Evangelio a quien tenía hambre; que primero había que darle de comer y luego recién hablarle de Dios. La sentencia cuenta con esa peculiar luz (intensa, ciertamente) propia de los engañosos sofismas del Enemigo. La falacia es fatal. Y la trampa radica en el maldito “o-una-cosa-o-la-otra” con que se disgrega, se desgarra todo lo cristiano, cuya experticia es la de unir, vincular, sumar, superponer, lo uno con lo otro. ¡Háblale de Dios mientras le das de comer! Que si esperas a resolver lo primero para abordar lo segundo, eso segundo no llegará jamás.
Pero no sólo por esto. Sobre todo para que las obras de misericordia tengas cuerpo y alma, tengan carne y espíritu y no sean ni cadáveres asistencialistas ni fantasmas piadosos. La oración por los demás unge y anima cualquier otra obra de misericordia, otorgándole la vitalidad y el brío que sólo ella puede darle.
Ejemplifiquemos.
Es bueno darle una limosna al mendigo. Un billete sano, de los que dejan agujero en la billetera, no de los que estorban. Ese es un peldaño. Y es bueno, a la noche, al hacer mis oraciones, recordarlo y rezar por él. Otro peldaño. Pero el gran desafío de una misericordia completa y encarnada es poder, al entregarle el billete, decirle: ¿conoce el Padrenuestro? ¿Podremos rezar juntos uno, yo por sus intenciones y Usted por las mías?
Eso es sinergia.
Eso es espíritu encarnado.
Eso es cristianismo.
Visito un enfermo y le llevo flores, una revista, mi mejor sonrisa, compañía… y doy el salto al piso catorce: ¿estás para que recemos juntos un par de avemarías? Y si está muy mal, uno le dice: yo las rezo, vos, por adentro, acompañalas…
Ad ínvicem, decían los antiguos. Una bella expresión con que solía concluirse una carta: oremus ad ínvicem. No hay débito mayor que nos debamos los unos a los otros. No hay pecado de omisión más brutal, más abisal, que éste. Tenemos poder de devolver la vida a los muertos: Dios nos libre de no devolvérsela, pues se nos dirá en el Juicio: ¡asesino! Y nosotros intentaremos un “¿cuándo Señor, cuándo? Si yo jamás empuñé un arma”. Y resonará entonces, como un trueno ensordecedor, la sentencia athonita: Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que están muertos, y no lo hace, es un asesino.

Diego de Jesús
Las Victorias, Buenos Aires,  invierno 2016
San Silvano del Monte Athos
Esta lapidaria sentencia, de uno de los monjes más grandes que ha dado el siglo pasado, más que hacer de epígrafe, pretende ser una suerte de pedal de fondo, continuo, que le otorgue clave y tono a cuanto intentaremos balbucear.
En el decurso de este año de la Misericordia hemos insistido a tiempo y destiempo, a diestra y siniestra (vasta siniestra) sobre el peligro de devaluar la categoría “Misericordia” a una realidad meramente humana, horizontal. Para gritar con el salmista y el Profeta: ¡Tú eres Dios, sólo Tú eres Dios! ¡Y sólo Tú eres Misericordia, sólo Tú!
La Misericordia es una realidad divina. Y todo lo divino es Dios mismo. Con el Prólogo de Juan podemos decir que En el Principio era la Misericordia y la Misericordia estaba junto a Dios y la Misericordia era Dios. Y la Misericordia se hizo Carne y la ejerció entre nosotros. Y nosotros hemos conocido su Poder, su Acción, su kenótico Movimiento por el que fuimos alcanzados y transformados. Y sólo por eso, como un auténtico rebalse de lo recibido, somos capaces de misericordia. Así como Dios se hace hombre para que el hombre pueda ser divinizado, la Misericordia se hace Carne, para que toda carne pueda tener entrañas de misericordia. Por sobreabundancia de lo recibido.
Esta verdad no es ocioso recordarla con insistencia, pues es erosionada y devaluada a diario por el gravitante poder del antropocentrismo antropotrópico.
Recibimos la Acción misericordiosa de Dios, la guardamos y la rebalsamos en obras de misericordia. Somos destinatarios (primero), depositarios (luego) y dispensadores (al fin) de esta realidad divina.
Quien invirtiera estos roles y abordara el Año de la Misericordia desde el hombre, confundiendo torpemente el sacro misterio de la Misericordia con la plana solidaridad autogestada, seguirá aportando setentismo horizontalista y secularizante a la vida de la Iglesia. Ofrecerá una impostación, una torpe mueca, entregará papel pintado sin reservas.
En cambio, cuando las obras de Misericordia son la genuina entrega del tesoro divino recibido, ésta tiene el inconfundible poder transformante propio de lo divino. No es una palmadita al hombro de conmiseración humana: es la Luz divina actuando en el otro.
Esto vale para todas las obras de misericordia. Esas que la Iglesia catalogó prolijamente en 7 obras materiales y 7 obras espirituales. Todas son participación en la misma y única Misericordia divina.
No obstante, estas catorce especies de obras, están planteadas a modo de peldaños, escalones, ascendentes en su grado de participación de lo divino. “Ascenso y descenso del alma por la misericordia”, diría Marechal… De allí que el ejercicio de la misericordia se ha de iniciar dando pan al hambriento y agua al sediento, pero sin detenerse en el ascenso hasta llegar a la plegaria por vivos y muertos como cumbre y plenitud de la misericordia posible.
Hablemos un poco más en concreto y con precisión de este oficio. De este poder de intercesión. Se trata del poder más excelso que haya recibido el hombre. El diminuto humano, elevado a la insólita categoría de hijo de Dios (o sea, a la categoría de Dios), cobra potestad para modificar el rumbo de los designios divinos.
Esta es la tesis clave del asunto. Sin la cual la súplica, la intercesión se nos pulveriza entre los dedos y queda reducida a un placebo tranquilizante. Esto, jamás formulado así por la Iglesia, no obstante, se cuela por sus hendijas como un invisible gas letal que va adormilando primero y matando luego a los orantes de brazos levantados.
Y esto exige, ante todo, un examen de conciencia para revisar mi Fe sobre esta verdad: ¿creo o no creo que el que pide recibe, que al que llama se le responde, que todo cuanto supliquemos en su Nombre será escuchado y atendido y concedido? ¿Creo o no creo?
Creemos en definitiva que es más efectivo visitar a un enfermo o a un preso o incluso corregir al errado o consolar al triste, porque esta catorceava obra nos resulta… un tanto exigua, nimia, vaporosa. Casi un eufemismo de caridad.
(Y nos cuesta rezar, nos “pesa” esta carga, no tanto por el peso mismo de la tarea, sino por el peso de la desconfianza. No es el peso que soporta Atlas sino el peso de Sísifo…).
Cuando en verdad, la súplica, pasando por uno de tantos hobbys de gente sobrada en tiempo, es el punto de apoyo de la palanca que mueve al mundo y secretamente lo ilumina. La plegaria, decía san Juan Clímaco es conversación con Dios y conservación del mundo.
Como Abraham negociando con Dios el rescate de Sodoma, o María en Caná. (El primer milagro de Cristo es simultáneo al primer acto suplicante de la Iglesia, dirá Newman).
Somos elevados a la dignidad de causa en los Designios divinos.
Ciertamente no yerra Platón al insistir que “es imposible corromper a los dioses comprando su benevolencia”. Comprar no. Sino que Él ha resuelto, libérrimamente, regalar este poder a los hombres. A los hombres divinizados.
“Si ves a tu hermano pecar... reza por él y le darás vida” (1Jn 5,16). No hay pecado de omisión que pueda competir en gravedad con el abismo de este poder otorgado. De aquí el epígrafe que encabeza este texto, que de algún modo condensa en lapidaria sentencia todo cuanto hay para decir. Va de nuevo: “Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que están muertos, y no lo hace, es un asesino”. Impactante es la fuerza con que lo expresa el gran maestro copto Matta el Meskin (Mateo el pobre), en un corto tratadillo titulado La oración por los demás: una grave responsabilidad: “si por un motivo cualquiera dejas de rezar por los pecadores que viven a tu alrededor y omites suplicar en su favor, morirán en su pecado. La negligencia en la oración llega así a su colmo y provoca las más graves consecuencias. El pecador muere en su propio pecado por no haber despertado tú su alma. ¿Cómo podrás justificarte, si has descuidado rezar por él y le has privado del manantial de Vida del que Dios te ha hecho responsable?”
En verdad: escalofriante...
Somos, todos, la Ecclesia Orans, la Iglesia Orante, Esposa del Omnipotente. Ella es la nueva Dalila que ha robado el secreto del poder del corazón a su Amado.
Hay un misterio adicional, que es el de la sustitución vicaria. Un misterio por el cual asumo lo ajeno y me hago cargo. Vale y aplica para muchos asuntos. También para la plegaria. La oración “por” los otros puede hallar en ese “por” no sólo un sentido direccional, destinatario, sino sustitutivo, “en-lugar-de”. Rezo por Fulano, que no sabe rezar, o que no puede rezar o que no quiere rezar. Rezo en lugar de aquellos que no tienen Fe. Y que por tanto, como decía Chesterton, padecen esa máxima desgracia del ateo: no saber a quién agradecer cuando las cosas salen bien. O rezo por aquellos que hundidos en el fango del pecado no se atreven a levantar los ojos al Cielo…
Y aquí hay algo crucial: es mi carencia raigal la que genera una empatía, un pathos, que me permite abrazar al mundo y clamar por él. Desde las honduras de la fisura primordial, llorando a las puertas cerradas del Edén, es que se hace posible la lacrimosa súplica universal. En definitiva, la oración por los otros es genuina cuando los otros ya no son otros sino otro-yo.
La súplica audaz, intrépida, insistente, infatigable, es como una flecha encendida, una saeta al Corazón de Dios. Como elfos diestros debemos recargar cada aurora nuestra aljaba y, una por una, estirar la flecha en el arco y lanzarla sin ambages.
Claro que para que esto cobre el verdadero relieve que merece, es crucial entender el grado de urgencia en que vive la Humanidad. Sin esto, sería como hacer una égloga del buen soldado y de su invalorable misión… ¡sin hipótesis bélica alguna! Pues no es el caso. Urge entender que estamos en guerra. En una guerra sangrienta y atroz. Urge entender que el Mundo no está quieto y sereno en un punto de paz y equilibrio (y no por una guerra interplanetaria, como se decía en los sesenta o por una tercera guerra mundial como se dice hoy). El tema es mucho más profundo. El cosmos entero, el orden creado yace en un abrupto plano inclinado volcado hacia el caos y descomposición final. Sólo una ínfima cuña, katejón, evita la caída libre al abismo. Y esa cuña es la plegaria de los santos. ¡Arde el mundo en llamas!, arengaba santa Teresa a sus monjas para que no desfallecieran en la irremplazable misión de intercesión. Si Moisés baja los brazos, gana Amalek; si los levanta, gana Israel. Es así de simple. De escalofriantemente simple. Por eso, digámoslo de nuevo: quien haya recibido como don, el poder de revivir un muerto y no lo revive, es responsable de esa muerte. La plegaria es ese poder de resucitar muertos. La no-plegaria es fratricidio.
Ascenso y descenso del alma por la misericordia; subiendo y bajando por los catorce peldaños. El dinamismo sinérgico que este ejercicio grácil es uno de los rasgos identitarios de lo cristiano. Pues, una vez reconocidos los catorce escalones, comienza la danza, el subir y bajar cuál ágil cervatillo, fusionando las obras materiales con las espirituales. Es el secreto más exquisito de lo cristiano: una misericordia encarnada, hilemórfica dirían los antiguos, desmarcada tanto de macilentos asistencialismos como de piedades fantasmagóricas.
En cuerpo y alma. En carne y pneuma.
Helder Camara decía en los años setenta que no se le podía anunciar el Evangelio a quien tenía hambre; que primero había que darle de comer y luego recién hablarle de Dios. La sentencia cuenta con esa peculiar luz (intensa, ciertamente) propia de los engañosos sofismas del Enemigo. La falacia es fatal. Y la trampa radica en el maldito “o-una-cosa-o-la-otra” con que se disgrega, se desgarra todo lo cristiano, cuya experticia es la de unir, vincular, sumar, superponer, lo uno con lo otro. ¡Háblale de Dios mientras le das de comer! Que si esperas a resolver lo primero para abordar lo segundo, eso segundo no llegará jamás.
Pero no sólo por esto. Sobre todo para que las obras de misericordia tengas cuerpo y alma, tengan carne y espíritu y no sean ni cadáveres asistencialistas ni fantasmas piadosos. La oración por los demás unge y anima cualquier otra obra de misericordia, otorgándole la vitalidad y el brío que sólo ella puede darle.
Ejemplifiquemos.
Es bueno darle una limosna al mendigo. Un billete sano, de los que dejan agujero en la billetera, no de los que estorban. Ese es un peldaño. Y es bueno, a la noche, al hacer mis oraciones, recordarlo y rezar por él. Otro peldaño. Pero el gran desafío de una misericordia completa y encarnada es poder, al entregarle el billete, decirle: ¿conoce el Padrenuestro? ¿Podremos rezar juntos uno, yo por sus intenciones y Usted por las mías?
Eso es sinergia.
Eso es espíritu encarnado.
Eso es cristianismo.
Visito un enfermo y le llevo flores, una revista, mi mejor sonrisa, compañía… y doy el salto al piso catorce: ¿estás para que recemos juntos un par de avemarías? Y si está muy mal, uno le dice: yo las rezo, vos, por adentro, acompañalas…
Ad ínvicem, decían los antiguos. Una bella expresión con que solía concluirse una carta: oremus ad ínvicem. No hay débito mayor que nos debamos los unos a los otros. No hay pecado de omisión más brutal, más abisal, que éste. Tenemos poder de devolver la vida a los muertos: Dios nos libre de no devolvérsela, pues se nos dirá en el Juicio: ¡asesino! Y nosotros intentaremos un “¿cuándo Señor, cuándo? Si yo jamás empuñé un arma”. Y resonará entonces, como un trueno ensordecedor, la sentencia athonita: Aquel que tiene poder para devolverle la vida a los que están muertos, y no lo hace, es un asesino.
Diego de Jesús
Las Victorias, invierno 2016


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